PH. Juan Rodrigo Llaguno

[Tijuana, México, 1959]

 

Poeta, ensayista y traductor. Ha publicado más de una decena de libros. Sus poemarios publicados son: Estatua sumergida (1981), Mar del Norte (1988), La procesión (1991), Portuaria (1997), Bíblica (1998), Fábula (2003), La santa (2007), Campo Alaska (2012), Una señal del cielo (2017) y El murmullo de un río (2018). Ha traducido a Ezra Pound, Manuel Bandeira, Oswald de Andrade, Czesław Miłosz, entre otros. Obtuvo el “Premio Nacional de Poesía Aguascalientes”, el “Premio Nacional de Poesía Alfonso  Reyes”, el “World Cultural Council” y el “Barbón de Oro”, en dos ocasiones. 

Poemas

LOS QUE DICEN SABER aseguran que la primera  línea de un poema llega dictada por los dioses,  después el poeta tiene que ir levantando el resto,  excavando las zapatas, amarrando los castillos, trazando  con la plomada ese pequeño horizonte que dará  nivel a la construcción; 

tendrá que hacerse cargo del resto del poema, 

que es casi todo, y que escapa al orden divino. Sólo la primera, sólo el primer verso pertenece al reino de  la inspiración, 

lo que sigue se mide con las tablas del hombre, con esas comparaciones y coincidencias que el poeta no se  cansa de establecer; 

esas anécdotas, más soñadas que vividas, que, con todo y poema, 

a casi nadie interesan. 

Sin embargo, el poema está ahí acompañando ese primer  verso, 

esa frase inspirada, dictada por el ángel —como diría otro  poeta—, 

en esa oscuridad, en ese espacio tan solo 

que nos resulta el cielo cuando no hay luna ni estrellas. Pero  de pronto aparece esa luz, ese lucero que ilumina  nuestra pequeñez  y nosotros, bajo esa luz tan intensa, nos sentimos todavía  más solos, pero descubrimos esas otras estrellas, más distantes y  pálidas 

—es cierto—  y creemos adivinar figuras y constelaciones y nos vemos reflejados en ellas y 

la noche adquiere un  sentido  haciendo que el día se nos prometa menos hostil. El poema 

está ahí, en el cielo, brillando, con todos los  materiales propios de la Tierra. 

 

Del libro Campo Alaska, Edit. Almadía, Oaxaca, 2012.

TENGO UN LIBRO DE ENRIQUE LIHN ENTRE LAS MANOS, una edición del Fondo con su rostro en la portada. Hay una moda por reproducir a los poetas en las portadas  de sus libros, un jirón de tela que cubre cada letra, un vértigo que se  desata desde la mayúscula. 

Hace tiempo que el libro se empolva al lado de mi cama,  bajo mi lámpara de noche; 

la noche, por otra parte, es una ciudad con numerosos  puentes e incontables 

autos que los cruzan y no cesan, nunca se detienen. Me doy cuenta de que Enrique Lihn tiene dos tremendas  arrugas que bajan por su frente, 

marcas o cicatrices que se van formando como fallas  geológicas, 

como veneros que de pronto se agotan, como el jefe de la  tribu que se queda pasmado 

viendo un atardecer o sintiendo las primeras gotas de la  tormenta. 

Yo también tengo una arruga-cicatriz que baja por mi  sien izquierda, testimonio quizá 

  de alguna pesadilla, de un mal hábito, de la torpeza, de las  malas 

  noticias, del eco que, es fecha, se filtra desde una casa que  no existe. 

  Espero muy pronto leer el libro; todo el mundo me dice  que se trata de un poeta magnífico. 

   Yo veo su rostro en la tapa antes de apagar la luz, de  estirarme sobre mis sábanas, 

antes de dar por clausurado el día, de hacer un alto y  cerrar los ojos. Él tiene dos   arrugas, yo sólo una. No lo he leído y ya tengo cincuenta años.  Quizá deba esperar,  hacer un poco de tiempo, demorar mi lectura. 

Me paso el dedo por la frente y palpo mi cicatriz, mi única  cicatriz, pero, 

¿por cuánto tiempo?

Quizá mañana deba comenzar a leerlo. Quizá mañana,  cuando amanezca.

 

Del libro Campo Alaska, Edit. Almadía, Oaxaca, 2012.

DESPUÉS DE CAMBIAR UNA Y OTRA VEZ DE POSICIÓN, de  meter los brazos, de sacar la pierna; con el cuerpo de lado, bocabajo, tapado o destapado; con  o sin almohada, decido correr las cortinas, cerrar la puerta del baño, revisar  el celular. 

Me levanto, me acuesto y me levanto de nuevo; voy por  kleenex, me sueno la nariz. 

Reinicio el juego con las sábanas; retiro la almohada, me  destapo y me vuelvo a tapar. 

Los pájaros, en un parque que no veo, han comenzado a  cantar 

y eso indica que pronto habrá de amanecer. 

Frente al espejo mi rostro marcado por la almohada, mi  cabello como una ola que descubre una calvicie más  que incipiente. 

Estoy sentado en la taza mirando los grifos de la regadera,  la cadena con el tapón de la tina, 

la tina vacía donde he de bañar mi cuerpo, enjabonarlo,  enjuagarlo, 

estirar mi brazo —cuidando el equilibrio—, coger la toalla,  y secarme. 

De nuevo frente al espejo. Ahora me lavo los dientes y mi  cara no me gusta; me peino y mi cara sigue sin gustarme.

 

De libro Campo Alaska, Edit. Almadía, Oaxaca,  2012.