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Jorge AULICINO (Buenos Aires, Argentina, 1949). Poeta, traductor; periodista cultural . Publicó, entre otros, los poemarios La caída de los cuerpos, Paisaje con autor, Almas en movimiento, Las Vegas, La luz checoslovaca, La nada , Hostias, Máquina de faro, y El camino imperial. Reunió sus trabajos en Estación Finlandia (2012). En 2011 apareció su traducción del Infierno, de Dante Alighieri; tradujo una antología de la poeta Antonella Anneda (2014). Integrante del staff directivo de Diario de Poesía (1987- 1992). Editor de la revista Ñ del Diario Clarín (2005-2012). Colabora en revistas y periódicos internacionales. Administra el blog de poesía Otra Iglesia es Imposible; integra el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires.

Poemas

de El Cairo, inédito

El Cairo

¿Por qué no decir que estoy en la otra costa del Atlántico donde
comienza esta respiración, donde está el centro de su pálpito?
Más cerca imaginariamente del pecho emisor, pero no tan lejos,
no demasiado lejos de la verdad, de la naturaleza de este respiro
africano de la ciudad en que vivo.

En El Cairo buscamos el café en la calle del mercado
al que solía ir el Premio Nobel, un sitio detestable, la calle; un lugar
provisorio y ligeramente fresco el café con mesas cubiertas de hule, creo.
Un sitio detestable, provisorio y tan antiguo a la vez
que todo parecía estar ocurriendo el día en que el hombre descubrió
sorpresivamente
la mercancía. ¡Oh cornucopias, pasteles, panes frutados, especias,
vinos, telas, miel, ébano, madera, hojalata, esmalte, terracota, tabaco!
Ah la abundancia y el ruido; el exceso y la plata, el dorado y el narguile lento.
Sucios pies, sucias sandalias, sucias camisetas, turbantes,
manos expertas en relojes de imitación, en vituallas, en cajas, como acá.
Oh el valor de cambio cubierto sin embargo de ese otro valor -no el número-:
la variedad, la abundancia, el excedente. Nunca fue tan plena la realidad.
Uno y todo: el pálpito africano, el dinero metálico, sonante,
la textura del objeto, su color, la aceituna de sabor indescriptible, el dátil.
He aquí el café pues, cómo no entenderlo. Un hombre no sería nada sin café y tabaco.

Grimm
NBC, 2011-14

Los Grimm, sus antepasados y sus actuales
descendientes pueden ver (y cazar) los monstruos
de nuestra carissima imaginación
en sus mil variantes: lobizones, hombres-tigre, hombres-serpiente,
y también hombres-conejo y hombres-pájaro (cuando digo hombres quiero decir hombres y mujeres). Heredero de esta dinastía de cazadores,
nuestro héroe es un detective de la ciudad de Portland.
en el Noroeste de los Estados Unidos, quien
es el primer sorprendido por su poder pero trata de actuar según la ley
(de todos modos se despacha algún monstruo de vez en cuando).
Se hace amigo de un lobizón que trata a su vez
de vivir armoniosamente con humanos, es vegetariano,
toca el cello y hace Pilates. Las cosas se complican con algunas brujas
y se destapa una conspiración internacional de dinastías de monstruos,
culpables de muchas cosas en la historia, entre ellas el nazismo
-y hoy muy cerca del poder-,
con sede en Viena.
Así alejados de lo humano, del otro, del semejante, del hermano,
de la real carne del espíritu, caemos en una singular sicopatía
que nos llevará a la más perfecta autodestrucción.
¡Queridos escritos de Marx! ¡Hordas de Lenin!
Os ruego llevadnos a una de las tres fuentes del marxismo, *
el humanismo -y el humanismo cristiano-, donde cada muerte
es una Crucifixión, donde cada captura de la alienación es estruendo de campanas,
puertos incendiados en el Poniente, hachas hundidas en el Mar del Norte.

* Engels

Todos somos el último romántico

¡En esa compleja metáfora, agitando el fondo,
estabas tú!, Bécquer me grita bajo las arcadas
de un viejo mercado a oscuras y vacío. Que esto
explique el uso del “tú” provenzal en el siguiente texto:

Como una mantarraya, como una anguila,
te movías chupando y oscureciendo la sal,
la arena, los restos, los viejos neumáticos hundidos.
Manta birostris,
elegante en aguas oscuras
y narcisista fugitiva.

-No es esa mi función -repuse-.
Llevo en mi sangre un monumento gótico,
alzado como esa lanza mora en tu linaje.
De las mismas arenas, por distintos rumbos,
llegamos a los hemistiquios godos.
Y cuando rocen los siglos ululando
nuestras sienes en un combate semi-trágico
en Andrómeda o en los límites, al menos, del Sistema,
seremos aún africanos, Gustavo Adolfo, tras el vidrio
esmerilado y la radiación infrarroja de tu escudo.

Saint Germain des Prés

El viejo temor. En una iglesia de París
encendí una vela y no supe -aun con mi más
ferviente deseo penetrando mis huesos,
como el frío entre aquellas piedras medievales-
si podía creer, si me era dado creer, si mi fe era cierta
y aceptada. Eran indescifrables los labios
de la Virgen en aquella piedra tan gastada.
El viento, no el de ayer, no el del Quinientos,
un viento frío de hoy -aunque puro en cierto modo,
o puro contra todo- apagó una vela. Creí que era
mi pequeño cirio, mi querido cirio, el cirio de mi deseo, rojo
en su cápsula de vidrio. Y aun creyendo
que había perdido todo, que la boca de Dios
o del Averno
o del siglo
lo había apagado,
lo volví a encender
con el mismo encendedor de plástico.
Y luego de rezar de algún modo, me di cuenta
de que no era mi vela la que había vuelto a encender,
sino otra, la de al lado, chamuscada, vieja, ennegrecida.
Fui raramente feliz y lo confieso.
Sin quererlo, había avivado otra plegaria,
un rezo desconocido, el rezo de otro.

Tardes celestes

Esos hombres no son baraja, ni dioses, ases,
pero llevan en cierto modo una coraza tan
trenzada a la carne, que no abyecta ni melancólica
ni aun sensible suena su voz lírica
-opresos son de su sensibilidad, contra ella yugan.
Hombres de esquinas amarillas, que no rosadas.
El facón tirita como su único huesillo en sombras.
Blanco es, se diría ebúrneo, pero es hueso o puñal,
según la metáfora se vea.
Sobreviven. Grandes poetas nuestros con olor a manta,
a aguantadero, a bebidas de otoño, a altiva herrumbre.

Querés seguir, como Juan L., el tránsito de la tarde, en detalle:
variaciones del celeste, brillante sobre los edificios, mas allá marítimo,
y el discurrir, el paso, la física de su tiempo salvaje te detiene.
Canta una torcaza, algo, entre edificios urbanos, el humo
sube en fríos nubarrones entre esos palazzi que te recuerdan
los amarillentos monobloques de la República Democrática Alemana:
un invierno fallido, una eternidad que no fue.

de El camino imperial, escolios, Ediciones Ruinas Circulares, 2012

Dinastía Han, 194 d.C.
Bien lo dices: “Qué clase de emperador
soy que no tiene morada y habita un país en ruinas”;
el entendimiento en ruinas, asimismo.
Hice dádivas,
mientras tallaba mi palacio en oro.
¿Los que invaden mi reino son pueblos justos?
¿Todos beben según su necesidad en los ásperos campamentos?
¿El líder es probo?
De nada te sirven estas preguntas.
Planta tú mismo el arroz devastado.
Únete a tu pueblo.
Naufragará en el Yang Tzé el pensamiento único.
En cada uno de los Tres Reinos
habrá una semilla de verdad.
La espada tiene término.
Donde quiera, el Espíritu soplará.
Y dirá incluso Cao Cao el poderoso:
“Aun las serpientes aladas
se convierten en polvo”.